“Tienes que ser fuerte”, “tienes que seguir adelante” son las frases que más puedes escuchar cuando estás en un proceso de duelo; como si no lo supieras, como si no lo hicieras, como si no lo intentaras. Levantarte cada mañana de la cama ya es una esfuerzo; arrastrando ese lastre que te agarra por el tobillo, ese que contiene la pena, la desazón, la tristeza, la desilusión, el dolor, el sufrimiento, la rabia, la impotencia y muchas más emociones desde que tu hijo se marchó a ese universo tan lejano llamado cielo.
Supongo que al principio, cuando el entorno aún tiene la pérdida reciente, pregunta, se interesa, se preocupa de cómo te sientes, de cómo vives ese desgarro interior que te consume tras la pérdida de tu hijo. Conforme se va distanciando la fecha de la muerte también se aleja el interés, esa calidez en la que te viste envuelta cuando aún solo se daba la incredulidad, el shock o incluso el morbo de la curiosidad y el terror que arrastra la catástrofe. Es natural que cualquiera se desligue del dolor de su recuerdo y que una madre o padre tenga que transitar por sí mismo por el camino del duelo. Es tu proceso; sólo puedes vivirlo tú.
Lo que ocurre es que cuando te hundes en el fango necesitas a alguien que te socorra y te ayude a salir, y el duelo no es algo lineal. Muchas personas piensan que en el momento en que parece que vuelves a florecer, a sonreír y a querer hacer algo más que quedarte ausente en el sofá es que ya lo has superado. Estáis totalmente equivocados. UNA PÉRDIDA NUNCA SE SUPERA. Lo puedes intentar asumir pero no superarlo. Sobrevivir a tu hijo te hace una marca en el alma, una cicatriz con la que tienes que convivir día tras día, y aunque unos días quieres sonreír, otros vuelves a ese fango y te ves como al principio, en la línea de salida.
Esto es estar en duelo: desplomarte, levantarte, caerte, volver a levantarte, caer de nuevo y levantarse constantemente, una y otra vez, como una espiral de la que no sales nunca. Esos días en los que tu ánimo está a la altura del suelo son los que te ahogas en el ruido externo e interno, todo fluye demasiado rápido y tú necesitas parar. Y en esos momentos son en los que tú necesitas hablar de tu bebé, de tu hijo, de tu padre, de tu marido, de tu madre, de tu hermano, de esa persona de la que ya únicamente te queda la ausencia.
TU HISTORIA SÍ IMPORTA. Yo te invito a hablar, yo me ofrezco a escuchar; porque con compañía el dolor es mucho más llevadero. Quiero que me acompañes, a mí me gustaría acompañarte a ti.
Otras madres ya se han animado a hacerlo. Puedes verlo en la sección TESTIMONIOS de esta web. Y tú, ¿quieres contar tu testimonio? ¿Quieres compartir tu historia? Me ofrezco como intermediaria entre el mundo y tu dolor.
No hay mejor manera de honrar a nuestros hijos que hablar de ellos. No hay forma más bonita de transformar el dolor que en amor y ayuda a los demás. Quizá con tu historia puedas echar un cable a otras familias a las que el fango les llega al cuello.
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