Para todas las familias que convivimos con la ausencia de un hijo que falleció es natural llegar a ciertas fechas señaladas o momentos específicos en que echarle de menos aún más, en que la cuerda ahoga un poquito más. Ese baño realidad de todo aquello que no pudimos (ni podremos) compartir se vuelve más evidente, resulta esclarecedor y por ende, lacerante. Y además, si tienes otros hijos o sobrinos, es doloroso ese sentimiento ambiguo de por qué con unos sí y con otros no.; tan sumamente bello y entrañable como triste y desolador.
Hablaba esta tarde con una poeta sobre las situaciones que llegan a estremecer, como pueden ser la brisa del mar, una caricia, un susurro que roza el oído, la sensación de libertad que da columpiarse, el agua de la piscina al contacto con la piel, todo sensaciones agradables, y pienso yo, y pensar en abrazar a Ager, su olor, su piel, su sonrisa,…. Todo eso también me estremece; porque en muchas ocasiones la maternidad y la alegría no van de la mano.
Disfrutar de la navidad con Hegoi, su primer día en la playa, su risa, verle crecer sano, disfrazarnos juntos, su vocecita al decir “ama” o “aita”, la casa desordenada, los libros tirados por el suelo, esos pasitos de borrachito agarrado a cualquier superficie, el alboroto dentro de la paz, incluso el sueño interrumpido por las noches y el cansancio que eso nos supone, todo ello, en conjunto o por separado es algo extraordinario, que estremece, que llena el corazón hasta un límite que crees que vayas a explotar de puro amor. Y de repente, en ese microsegundo de felicidad, zas, tortazo por la otra parte, porque el corazón lo tienes dividido de amor y no maternas a uno solo, sino dos, o tres, o cuatro. Y ese hijo o hijos no están presentes físicamente y joder, cómo duele esa realidad paralela de ausencia y de imposibles, de todo aquello que no vas a poder hacer con él.
Y está bien, está todo bien, reconocerte a ti misma esas emociones y ponerles nombre, aunque en ese momento no puedas echarte a llorar, porque tu(s) hijo(s) vivo(s) te demanda(n) y tengas que posponer ese silencio, llanto, grito. Porque te culpabilizas, vaya si lo haces, o al menos a mí me sucede, que a veces me siento mala madre de Ager, como si le fallara, porque recordarle tantas veces a lo largo del día pero no tener ese rato de dedicárselo exclusivamente a él me irrita. Después me perdono y digo, Esther, lo estás haciendo lo mejor que puedes, lo mejor que sabes o vas aprendiendo, del mismo modo que estás aprendiendo a ser amatxu de Hegoi. Está bien, está todo bien.
Me asfixia pensar en todas esas circunstancias que tengo que afrontar doliéndome, como hacemos muchas, sobrellevando la sensación de abandono y viviendo, porque si algo debemos a nuestros hijos es la vida, nosotros a ellos y no al revés. Ellos vienen a que les llenemos su vida de alegría, y no al contrario, aunque sin querer lo hacen, con esa inocencia innata. Saberse madre o padre es inherente a amar incondicionalmente desde el momento uno. Así intento pensar cuando extraño tantísimo a Ager, lo hago agradeciéndole mi vida, la de su hermano y amándole.
¿Hay acaso otra forma de hacerlo?